Todo discurría con normalidad, un día lectivo más que llegaba a su fin… hasta que, al final de clase, como de costumbre con aquel grupo de Geografía de 3º de ESO, algunos alumnos se quedaron unos segundos más conmigo en el aula. Con mucho misterio y cierto nerviosismo, Eduardo se acercó a mí y desenrolló la tela que envolvía el tesoro que traía entre sus manos y me dijo: “Mira, Fernando, el cuchillo de mi abuelo”.
Como Joseph Pearson, autor de El cuchillo de mi abuelo. Historias ocultas de la Segunda Guerra Mundial, Eduardo, aquel chico de 14 años, siempre había visto aquel cuchillo en su casa y sabía que había pertenecido a su abuelo pero, a diferencia de aquél, no era un cuchillo nazi sino una daga o puñal de origen marroquí porque su abuelo había participado en la Guerra de Marruecos en el primer tercio del siglo XX.
El autor inicia una investigación sobre aquel cuchillo con la esvástica que recibe en herencia tras la muerte de su abuelo en 2005 y que lo lleva a acercarse a la biografía de su antepasado, como ya hiciera Jablonka en su Historia de los abuelos que nunca tuve, o Mazower en su Lo que no me contaste, otra obra publicada por la editorial Crítica en esta misma colección, El tiempo vivido.
Recordándonos en cierta forma a Maria Stepánova en la obra que comenté hace varias semanas, Pearson reconoce que somos esclavos de los objetos, “una especie de atractores que, sumergidos en la solución de la historia, forman cristales de memoria” y, en esta “historia objetual de la memoria”, como él la denomina, utiliza el cuchillo de su abuelo quien, como miembro de un regimiento de infantería canadiense, los Calgary Highlanders, participó en el desembarco de Normandía en junio de 1944 y en la liberación de los Países Bajos en los meses siguientes.
En los capítulos siguientes, Pearson nos acerca a esas otras historias ocultas de la Segunda Guerra Mundial a partir de otros objetos: un diario en clave «que agudizaba la culpa no resuelta» de una familia francesa durante tres generaciones; el libro de recetas virtual de la cocinera de Goebbles, ministro de Propaganda de Hitler; un instrumento de cuerda, un Guadagnini del siglo XVIII que tocó el último superviviente de la Orquesta Filarmónica de Berlín durante el nazismo, Erich Hartmann (1920-2020); y una bolsita de algodón para guardar unas fotografías de una judía húngara, superviviente al escasamente conocido campo de concentración de Lichtenwörth.
En un capítulo final, reflexiona sobre estos objetos y “esos recuerdos individuales se conectan con la memoria colectiva, una telaraña que en su despliegue nos toca a todos, el tejido que nos vincula con nuestros vecinos y familiares. Ese tejido es un escudo que nos protege, pero lo trágico es que puede llegar a desgastarse sin que nos demos ni cuenta”, especialmente, en un momento, la tercera década del siglo XXI, en la que están a punto de desaparecer los últimos miembros de la generación que vivió la Segunda Guerra Mundial.