“Todos estamos condenados al polvo y al olvido, y las personas a quienes yo [Héctor Abad Faciolince] he evocado en este libro [El olvido que seremos] o ya están muertas [su padre] o están a punto de morir o como mucho morirán -quiero decir, moriremos- al cabo de unos años que no pueden contarse en siglos sino en decenios (…)”. También quien suscribe estas líneas y los lectores de esta entrada.
El título de esta obra (y el de la película dirigida por Fernando Trueba y protagonizada por Javier Cámara, que interpreta al padre del escritor, auténtico protagonista de la historia), siempre me recordó una cita del poeta Propercio, sobre la que volveré al final de esta entrada: “toda vez que pronto, solo seré un nombre en un pequeño mármol”. El título está tomado del primer verso de un soneto de Jorge Luis Borges que portaba su padre en el bolsillo de su chaqueta el día en el que fue asesinado en Medellín, Colombia, en 1987.
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte, y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso, con esperanza, en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la Tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
Este libro es la historia de su padre, pero también su propia historia y la de su familia, a lo largo de la cual expone sus pensamientos, sus reflexiones… “cuando niño, era para mí esa pregunta insoluble, o mal planteada, de si yo hubiera nacido o no, y cómo, si mi mamá se hubiera casado no con mi papá, sino con Bernardo Maya. Yo no quería renunciar a la vida, por lo que intentaba imaginarme que en tal caso yo no me parecería a mi papá, sino al doctor Maya. Pero la conclusión era terrible, pues, dado lo anterior, si yo no me pareciera mi papá, sino a Bernardo Maya, entonces yo ya no sería yo, sino otra persona distintísima a mí, con lo cual dejaba de ser lo que era, y eso era lo mismo que no ser nada.”
Reflexiona, y reflexiono, sobre la tarea del historiador familiar, del genealogista que se topa con las cartas de padres, hijos, hermanos o amigos cercanos: “Una de las cosas más duras que tenemos que hacer cuando alguien se nos muere, o cuando nos lo matan, es vaciar y revisar sus cajones.” Cuando no hemos conocido a esas personas (abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, primos no tan cercanos), el acercamiento a sus cajones es menos duro pero, en cualquier caso, “(…) Abrir los cajones es como abrir rendijas en el cerebro del otro (…) Abrir el cajón de un muerto es como hundirnos en esa cara que sólo era visible par él y que sólo él quería ver, la cara que protegía de los otros: la de su intimidad.”
No sabía que este libro, que prefiero a la película y que tanto me recordaba a aquella cita de Propercio, terminaría con unas palabras similares: “Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito. Todas estas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi memoria (…) de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio.”