Salvando las distancias, en el tiempo y en el espacio, con Don Pedro Moscoso, marqués de Ulloa, personaje salido de la pluma de Emilia Pardo Bazán, os invito a leer estas líneas sobre genealogía y nobleza, procedentes de «la autobiografía escrita en un sueño» de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, protagonista de Bomarzo, de Manuel Mujica Lainez.
Los cuentos de mi abuela Diana que me fascinaban más hondamente eran los que aludían a los orígenes de mi clan. Me encantaban sobre todo los que, remontando los ríos de la sangre, alcanzaban, en larga navegación, al instante mágico en que surgía el tótem primordial, la Osa nodriza a la cual debemos nuestro nombre, y en el que la mitología, enlazando genealógicamente a hombres y bestias, nos vinculaba con las leyendas de los dioses, y hacía de nosotros, en cierto modo, por esa alianza inicial con las fuerzas oscuras de la naturaleza, unos dioses también, consanguíneos de las fieras fabulosas que habían reinado en el mundo cuando el hombre quebradizo se escondía de los monstruos gigantescos e implacables y sólo las divinidades se atrevían a enfrentarlos. Así interpretaba mi imaginación, azuzada por la lectura de los mitos, los relatos de mi abuela.
Nuestro primer antepasado, un jefe godo, tuvo un hijo que fue amamantado por una osa y a quien llamaron Orsino. De él descendemos. La leche de la Osa nutrió nuestra sangre. O procedemos de Caio Flavio Orso, general del emperador Constancio. Es posible. Pero la Osa, es nuestra. Nadie nos la quitará. No la hemos incorporado a nuestro escudo —el escudo de la rosa y la sierpe—, mas la hemos conservado, multiplicándola, en la pareja de osos que sostienen nuestro blasón, los soportes, como se dice en heráldica. Somos editus Ursae, engendrados por la Osa. Los osos que soportan nuestro escudo nos sirven de apoyo a nosotros también, como negros aliados unidos a los Orsini por un pacto inmemorial. En Bomarzo, cuando no podía dormir porque me desvelaba la congoja, y salía a caminar por los corredores que apenas iluminaba la vacilación del alba, oía unos pasos de felpa, sigilosos, como de alguien que temía hacer ruido y delatarse, y que me acompañaban en mis andanzas nocturnas. Eran los osos, los osos vigilantes de los Orsini, cuyo áspero pelaje se disimulaba en la sombra de las galerías. Me seguían con suave cautela, enormes y mudos. Me cuidaban. Nunca conseguí ver a mi secreta escolta. Alguna vez creí distinguir un fulgor de dientes, un relampaguear de zarpas. Me acerqué de un salto, pero sólo encontré penumbras polvorientas. Hace pocos días leí un poema de Victoria Sackville-West que describe idéntica sensación. En el castillo de Knole, los leopardos de sus armas iban detrás de ella —velvet footsteps—, como los osos de nuestro blasón (los osos y no la serpiente; los osos, los osos) marchaban detrás de mí, en Bomarzo. Hay una forma de fidelidad ultraterrena que únicamente los elegidos advierten. Yo la sentí. Yo gocé de ese extraño privilegio.
Los Massimi pretendían derivar de Q. Fabius Maximus; los Muti, de Muzio Scevola; los Cornaro, de los Cornelios; los Antinori de Antenor, príncipe de Troya; el papa Pío II Piccolomini, quizá de los Julios; los Colonna —siempre exagerados— del propio Julio César. Era la moda de entonces, la misma moda que hacía que los patricios de esas casas mandaran esculpir sus bustos con atavíos de emperadores romanos. Todos querían proceder de alguien ilustre, ilustrísimo, cuya mención los ayudaría a pisar firme en los territorios por los cuales los antepasados que reclamaban habían andado con togas y con legiones. Nosotros tuvimos a nuestro Caio Flavio Orso, se explica, general del Imperio. Pero, como Rómulo y Remo a su Loba, tuvimos nuestra Osa. Los osos son terribles. Yo no cambiaría nuestra Osa ni por un águila bicéfala, ni por un fénix, ni por un grifo. El Diablo se convirtió en oso para matar al papa Benedicto IX en el corazón de una selva, y eso que, según nos enseña el primitivo arte cristiano, las apariciones animales del Demonio se reducen a cuatro figuras determinadas: el león, el basilisco, el áspid y el dragón. Tuvo que transformarse en oso para degollar a un papa. El profeta Daniel mencionó a un oso entre las bestias escogidas, cuando refirió su visión de las cuatro monarquías de la Tierra. Osas también, la Mayor, la Menor, hay en el cielo. Se me perdonará mi vanidad osuna, pero considero a los osos como parientes, y me importan mucho. Después de todo, mi vanidad es disculpable, pues ella finca en una forma especial del esnobismo que nos aquejó (y exaltó) por igual a grandes y a pequeños en aquella época, y que no ha perdido su influencia sobre el mundo que evoluciona, aun en los países comunistas.
He tropezado no recuerdo dónde con una frase de Eugenio d’Ors quien, refiriéndose al Renacimiento, declarara que fue un tiempo de neta vocación aristocrática, y señala que cualquier artesano, orfebre, forjador o imprentero, no descansaba hasta obtener, de las autoridades de su gremio, certificados de nobleza. Del gran Miguel Ángel mismo se aseguró que venía del linaje de los emperadores de Alemania, mi amigo Benvenuto Cellini afirmaba que descendía de un capitán de Julio César, aquel del cual resulta el nombre de Florencia; mi amigo Paracelso —de quien hablaré extensamente más adelante—, hijo de un modesto médico de Einsiedeln, juraba que llevaba en las venas la sangre de un príncipe, de quien su padre era hijo natural; Gerolamo Cardano, físico, matemático y medio hechicero, remontaba su origen a la egregia familia de los Castiglione. Ariosto, a la de los Aristei; Giuseppe Arcimboldo, prestidigitador de la pintura, inventor de «cabezas compuestas» y de alegorías manieristas, se vanagloriaba de poseer en su estirpe por lo menos a tres arzobispos, los cuales reposan juntos en una tumba de mármol, en el Duomo de Milán, y no paró hasta que Rodolfo II de Habsburgo lo hizo conde palatino. ¿Qué tiene de raro, entonces, que los Orsini insistamos en nuestro Caio Flavio Orso, en nuestra Osa nodriza y en nuestro jefe godo vencedor de los vándalos, con tanta confianza y naturalidad? Mi abuela me narró esas historias desde que abrí los ojos del entendimiento, con muchas otras de nuestra alcurnia romana. Ellas han significado para mí —cumpliéndose de esa suerte la aspiración tonificante de Diana Orsini— un amparo esencial en el curso de mi vida azarosa. Los osos auxiliares, edecanes invisibles, me rondaron siempre. Me rondan todavía. Aquí les rindo, a mi abuela y a esos monstruos inmateriales y afectuosos, el tributo de mi gratitud. Con la insistencia de su orgullo, que numerosos lectores juzgarán arriesgada y desmoralizadora (particularmente las maestras de las escuelas primarias, si se encuentran entre quienes me leen), Diana Orsini suplió lo que me había negado la naturaleza: la seguridad de mí mismo, de mi propia fuerza que, faltándome, debió recurrir a otras energías, verdaderas o fantásticas, hasta dotarme de un vigor y de una fe que procedían, si no de mí, de una misteriosa cohorte, vieja como la historia de mi familia, y que confundían alrededor de mi estampa débil las corazas del tiempo de Constancio y de Teodosio II, que nos ungió príncipes, con las tiaras papales de Esteban III, de Celestino III y de Pablo I, santos ambos, y la de Nicolás III, el que soñó distribuir Italia entre sus sobrinos Orsini, y con los mantos del sinfín de reinas de nuestra casa, reinas de Polonia, de Nápoles, de Hungría, de Tesalia, de Castilla y emperatrices de Occidente, y con los blandidos espadones de los guerreros Orsini que estremecieron a Italia con el bullicio aparatoso de sus desfiles y contiendas, creando un ancho friso de siete colores que circundaba a mi timidez y a mi agotamiento, un friso en el cual sobresalían, encima de las coronas, de los cetros, de los báculos, de las banderas y de los yelmos realzados de plumas rígidas, las balanceadas estaturas de los osos negros que se erguían con suprema y atemorizante majestad.