Carta XII
En Marruecos no tenemos idea de lo que por acá [España] se llama nobleza hereditaria, con que no me entenderías si te dijera que en España no sólo hay familias nobles, sino provincias que lo son por heredad. Yo mismo que lo estoy presenciando no lo comprendo. Te pondré un ejemplo práctico, y lo entenderás menos, como sucede; y si no, lee:
Pocos días ha, pregunté si estaba el coche pronto, pues mi amigo Nuño estaba malo y yo quería visitarle. Me dijeron que no. Al cabo de media hora, hice igual pregunta, y hallé igual respuesta. Pasada otra media, pregunté, y me respondieron lo propio, y de allí a poco me dijeron que el coche estaba puesto, pero que el cochero estaba ocupado. Indagué la ocupación al bajar las escaleras, y él mismo me desengañó, saliéndome al encuentro y diciéndome: -Aunque soy cochero, soy noble. Han venido unos vasallos míos y me han querido besar la mano para llevar este consuelo a sus casas; con que por eso me he detenido, pero ya despaché. ¿Adónde vamos? Y al decir esto, montó en la mula y arrimó el coche.
Carta XIII
Instando a mi amigo cristiano a que me explicase qué es nobleza hereditaria, después de decirme mil cosas que yo no entendí, mostrarme estampas que me parecieron de mágica, y figuras que tuve por capricho de algún pintor demente, y después de reírse conmigo de muchas cosas que decía ser muy respetables en el mundo, concluyó con estas voces, interrumpidas con otras tantas carcajadas de risa: «Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que, ochocientos años antes de mi nacimiento, muriese uno que se llamó como yo me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo».
Carta XXII
Siempre que las bodas no se forman entre personas de iguales en haberes, genios y nacimiento, me parece que las cartas en que se anuncian estas ceremonias a los parientes y amigos de las casas, si hubiera menos hipocresía en el mundo, se pudieran reducir a estas palabras: «Con motivo de ser nuestra casa pobre y noble, enviamos nuestra hija a la de Craso, que es rica y plebeya». «Con motivo de ser nuestro hijo tonto, mal criado y rico, pedimos para él la mano de N., que es discreta, bien criada y pobre»; o bien éstas: «Con motivo de que es inaguantable la carga de tres hijas en una casa, las enviamos a que sean amantes y amadas de tres hombres que ni las conocen ni son conocidos de ellas»; o a otras frases semejantes, salvo empero el acabar con el acostumbrado cumplido de «para que mereciendo la aprobación de vuestra merced, no falte circunstancia de gusto a este tratado», porque es cláusula muy esencial.
Carta XXIV
Uno de los motivos de la decadencia de las artes de España es, sin duda, la repugnancia que tiene todo hijo a seguir la carrera de sus padres. En Londres, por ejemplo, hay tienda de zapatero que ha ido pasando de padres a hijos por cinco o seis generaciones, aumentándose el caudal de cada poseedor sobre el que dejó su padre, hasta tener casas de campo y haciendas considerables en las provincias, gobernados estos estados por el mismo desde el banquillo en que preside a los mozos de zapatería en la capital. Pero en este país [España] cada padre quiere colocar a su hijo más alto, y si no, el hijo tiene buen cuidado de dejar a su padre más abajo; con cuyo método ninguna familia se fija en gremio alguno determinado de los que contribuyen al bien de la república por la industria y comercio o labranza, procurando todos con increíble anhelo colocarse por éste o por el otro medio en la clase de los nobles, menoscabando a la república en lo que producirían si trabajaran. Si se redujese siquiera su ambición de ennoblecerse al deseo de descansar y vivir felices, tendría alguna excusa moral este defecto político; pero suelen trabajar más después de ennoblecidos.
En la misma posada en que vivo se halla un caballero que acaba de llegar de Indias con un caudal considerable. Inferiría cualquiera racional que, conseguido ya el dinero, medio para todos los descansos del mundo, no pensaría el indiano más que en gozar de lo que fue a adquirir por varios modos a muchos millares de leguas. Pues no, amigo. Me ha comunicado su plan de operaciones para toda su vida aunque cumpla doscientos años. «Ahora me voy -me dijo- a pretender un hábito; luego, un título de Castilla; después, un empleo en la corte; con esto buscaré una boda ventajosa para mi hija; pondré un hijo en tal parte, otro en cual parte; casaré una hija con un marqués, otra con un conde. Luego pondré pleito a un primo mío sobre cuatro casas que se están cayendo en Vizcaya; después otro a un tío segundo sobre un dinero que dejó un primo segundo de mi abuelo». Interrumpí su serie de proyectos, diciéndole: «Caballero, si es verdad que os halláis con seiscientos mil pesos duros en oro o plata, tenéis ya cincuenta años cumplidos y una salud algo dañada por los viajes y trabajos, ¿no sería más prudente consejo el escoger la provincia más saludable del mundo, estableceros en ella, buscar todas las comodidades de la vida, pasar con descanso lo que os queda de ella, amparar a los parientes pobres, hacer bien a vuestros vecinos y esperar con tranquilidad el fin de vuestros días sin acarreárosla con tantos proyectos, todos de ambición y codicia?». «No, señor -me respondió con furia-; como yo lo he ganado, que lo ganen otros. Sobresalir entre los ricos, aprovecharme de la miseria de alguna familia pobre para ingerirme en ella, y hacer casa son los tres objetos que debe llevar un hombre como yo». Y en esto se salió a hablar con una cuadrilla de escribanos, procuradores, agentes y otros, que le saludaron con el tratamiento que las pragmáticas señalan para los Grandes del reino; lisonjas que, naturalmente, acabarán con lo que fue el fruto de sus viajes y fatigas, y que eran cimiento de su esperanza y necedad.
Carta XXV
En mis viajes por distintas provincias de España he tenido ocasión de pasar repetidas veces por un lugar cuyo nombre no tengo ahora presente. En él observé que un mismo sujeto en mi primer viaje se llamaba Pedro Fernández; en el segundo oí que le llamaban sus vecinos el señor Pedro Fernández; en el tercero oí que su nombre era don Pedro Fernández. Causome novedad esta diferencia de tratamiento en un mismo hombre.
-No importa -dijo Nuño-. Pedro Fernández siempre será Pedro Fernández.
Fragmentos procedentes de la edición digital de Cervantes Virtual, que dedica un portal a Cadalso (1741-1782).
Primera edición (1793) en Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España.